Los sabores de la infancia

El sabor de casa

Una de mis películas favoritas de Disney es Ratatouille. De chico siempre me gustaba esa escena cuando el crítico prueba la comida que lo transporta a su infancia. Esperaba mucho  esa parte porque me mostraba que el personaje “malvado de la película” también tenía corazón y sentimientos. Inmediatamente toda la maldad, ira y resentimiento que ha tenido, desaparece al sentir ese sabor de la niñez. 

 Ayer fui a un restaurante a comer con un amigo español que tenía ganas de probar la comida argentina. Yo pedí unos sorrentinos de calabaza y mi amigo un bife de chorizo con salsa de champiñones que le encantó. Cuando llegó la hora del postre, se me dió por ordenar un flan. Al dar el primer bocado, inmediatamente se me vino a la mente mi abuela. Las tardes cuando hacíamos flan, preparaba el caramelo para ponerle arriba y me decía que tuviera cuidado que estaba caliente. Cuando hacía las tortas para mis cumpleaños, íbamos a la feria y me compraba churros,  o preparaba la comida de navidad. 

La comida tiene esa facultad de traernos recuerdos de nuestra infancia. Como se puede observar en este artículo, la neurogastronomía intenta explicar esa conexión entre el olfato, el gusto y nuestro cerebro; esa capacidad de que un aroma o un sabor nos transporte a un confín poco visitado de nuestra memoria que permanece ahí intacto.  Y esa relación es innegable cuando las experiencias como ayer nos permiten vivirla en carne propia. Este texto plantea también  la importancia de analizar los cambios en el gusto y el olfato de las personas con alzheimer. Me pregunto qué habría pasado si en sus últimos días le hubiese preparado a  mi abuela una de sus tortas o su famosa selva negra, si hubiera seguido las recetas escritas a mano en ese cuaderno con manchas de dulce de leche.  

Lo seguro es que se sabía todos los tangos de memoria. Podía no acordarse de mi nombre, pero sabía cada uno de los clásicos de Gardel. Ese postre me recordó a eso. La infancia, las tortas, los tangos. Y como a Anton Ego en esa escena cuando prueba esa ratatouille, me hizo sentir en casa y a salvo. Anton no era perfecto, yo no lo soy, mi abuela tampoco lo era. Pero a su manera me demostraba su amor.  Este flan me dejó un sabor dulce en la boca, pero ese dulzor que no te lo da el azúcar, ese dulzor que te da el amor.

Deja un comentario